sábado, 21 de septiembre de 2013

Benvenuti al Sud

Decidimos conocer Florencia. Dos o tres semanas antes, hicimos la reserva del tren y ubicamos un hotel casi sin estrellas pero con la mejor ubicación del mundo (a media cuadra del Duomo). Escogimos un horario cómodo (9 am) para no andar pegando madrugonazos ni carreras, y tratamos de dejar todos nuestros negocios al día. Por supuesto que lo de dejar todo al día no pasó, porque los clientes tienen un olfato bárbaro cuando uno se quiere agarrar un tiempo personal, y dos días antes estuvimos dando carreras y entregando artes finales como locos. Así que salimos para el tren con pocas horas de sueño, a pesar de haber acomodado nuestros horarios nocturnos para las vacaciones, pero tranquilos pensando que podíamos echar un guindecito en el camino. Llegamos con tiempo de sobra a Termini, así que nos dispusimos a desayunar. Lamentablemente, las opciones para comer en la estación son terribles, así que terminamos optando por el desayuno italiano de Mc Donalds, que francamente no es tan malo y es hasta mejor que los paninos viejos que ofrecen los otros negocios.

Nota al margen: mientras desayunaba, estaba observando a un tipo (unos 35 años, bien vestido, con un maletín caro) que metódicamente abría 6 potecitos de mayonesa (no sobres, cajitas), y los vaciaba uno por uno en tres bolsas grandes de papas fritas. El proceso era desconcertante: una vez que vaciaba la cajita de mayonesa con el dedo sobre las papas dispuestas en perfecto orden en la bandeja, el hombre pasaba el dedo una y otra vez a la cajita y lo iba chupando, dedo, chuick, dedo, chuick, 4 veces cada cajita, y finalmente procedía a chuparse ese dedo como un bebé. Cuando su dedo estaba impecable, abría la siguiente cajita y repetía. Era hipnotizante y asqueroso al mismo tiempo, y no podía dejar de mirarlo. 

Finalmente nos montamos en el tren. Estos trenes son como los del Hogwarts Express de Harry Potter: cuartitos con dos asientos largos (3 personas por asiento), uno frente al otro, y un pasillo largo en cada vagón. Los asientos son numerados, y reservamos puesto uno frente al otro en la ventana. Pusimos nuestro equipaje arriba, dejamos un suetercito afuera para apoyar la cabeza, y nos sentamos a esperar a que el tren saliera para dormirnos. Estábamos solos en el compartimiento. Más o menos dos minutos antes de que el tren partiera, comenzamos a escuchar gritos en el andén. Normal en Termini: los gritos son parte del escenario, ya que mueve casi medio millón de personas al día y casi todas van tarde. Pero estos gritos se fueron acercando a nosotros hasta que estuvieron dentro de nuestra cabina: una familia de diez personas (específicamente, napolitanos) viajaría con nosotros hasta Florencia. Habían adultos, adolescentes, niños pequeños, ancianos. Los adultos eran los que más gritaban. Venían con un montón de bultos y maletas y cajas y hasta una cavita de anime, como las que se compran en las idas improvisadas a Higuerote. Pasaron alrededor de quince minutos gritándose entre ellos, entrando y saliendo del cubículo, ubicando y reubicando el corotero en la parte de arriba, mientras yo los miraba alarmada preguntándome como (y sobre todo, por qué) iban a sentarse los diez en los cuatro asientos restantes. Después de unos minutos me di cuenta aliviada que el resto iba en el compartimiento de al lado y que no viajaríamos amuñuñados. El tren partió y esta gente aún no se sentaba: gritos van y vienen, se cambiaron de puesto como tres veces, el niñito más chiquito corría y gritaba como un energúmeno por el pasillo, los adolescentes brincaban, y los adultos sacaban y volvían a guardar cosas de las cajas y de los bolsos sin cesar. Eran dos hermanos con sus esposas, padres e hijos. Las mujeres eran demasiado estereotípicas: gruesas, con vestidos estampados por debajo de las rodillas, cabello corto, papada y sudadas de pies a cabeza, todo el tiempo con un sandwich en la mano. Los papás eran dos bubiripápiri clásicos: pantalones demasiado ajustados para la edad, chemises con el cuello arriba, y pelo engominado. Los abuelos nunca los vi pero me cansé de escucharlos. Los adolescentes eran cuatro ejemplares de Jersey Shore. Eran o anaranjados o de un moreno sorprendente (casi barloventeños), los cortes de cabello eran obras de arte inmovilizadas con litros y litros de laca, y la ropa corría el peligro de ser reclamada por Cindy Lauper y su entourage. Un rato después, los padres determinaron que los adolescentes irían con nosotros y ellos en la otra cabina. En ese momento me pareció la peor idea, asumiendo que los chamos irían gritando y haciendo escándalo todo el camino.

Y es una de esas raras veces en las que estoy equivocada y no lo estoy al mismo tiempo. Los chamos efectivamente gritaron y brincaron durante las cuatro horas de recorrido, codazos y patadas incluídas (a pesar de tener entre 13 y 18 años!), pero quienes tenían un escándalo insoportable... eran los padres! Entraron no menos de diez veces a repartir paninos, los cuales sacaban de la bendita cavita de anime (cuantos malditos sandwiches caben en esas cajitas del odio???), y empezaban a abrir uno por uno, porque los benjamines exigían sabores específicos, y anda tú a saber! había de todo! "Qué quieres bebito? Salami? Prosciutto crudo? Prosciutto Cotto? Salchichón? Salchichón Picante?" Y todo el vagón oliendo a charcutería. Y los niños comían y comían, bocas abiertas, chasquidos, frenillos llenos de pan y de jamón hasta del mes pasado, potecitos de agua ad infinitum, y al final de cada sandwich, inexplicablemente, todos abrian una galleta de soda y se la tragaban también, dejando el pobre cuartito apestoso a sudor, chorizo, grasa y galleta de soda por años. Y cuando el olor empezaba a disiparse (o a mí se me dormía la nariz) volvía la mamma otra vez a repartir sanduchitos. La quería matar. Luego venía el papá repartiendo agua, o el mocosito menor a pegar gritos y a brincar con los más grandes, que después de unos minutos lo botaban arrogantes del cuarto VIP y arranca el crío a gritar y a chillar por todo el pasillo para que lo aceptaran. Y cuando no se andaban apareciendo con comida, andaban gritándose entre ellos o gritandole a los hijos que si estaban bien, que si no necesitaban nada, que si tenían hambre. Los críos gritaban de vuelta y sacaban otra galleta de soda.

De las cuatro horas, solo hubo cinco minutos de silencio, en los cuales me quedé dormida inmediatamente, solo para ser despertada unos segundos después de un codazo por el Guido que iba al lado mío, a quien gustosamente le hubiera metido cuatro Ritalin y media botella de Whisky para que dejara de moverse. Fueron las tres horas más largas del mundo. No hubo volumen de iPod que acallara semejante gallinero. Eventualmente me di por vencida con el tema de dormir y me puse a disfrutar de los interminables sembradíos de girasoles, interrumpiendo de vez en cuando para mirar con cara de culo al dueño de la última patada recibida. Solo puedo comparar este viaje con un Caracas-Madrid en el cual me toco viajar abrazada con una sueca bellísima pero borracha hasta las metras, que se jaló media botella de ron con el novio noruego antes de abordar, y cinco minutos después de despegar ya había vomitado, llorado, y moqueado, para finalmente desmayarse encima mío. No valía que la empujara hacia el otro lado: yo era más cómoda (y seguramente olía mejor) que su novio. Eventualmente la abracé, le puse la cara hacia el otro lado, y me dormí yo también entre vapores de alcohol.

En Florencia hay como cuatro estaciones del tren, y antes de llegar a la nuestra el tren se detuvo en dos de ellas. En cada estación, los muchachos nos preguntaban si esta era la nuestra, y nos daban indicaciones de que teníamos que estar pendientes para no pasarnos. Estaban preocupadísimos por estos turistas silenciosos (cualquier extranjero que no viene de la India o sus alrededores es automáticamente turista en Italia) que seguramente iban a pasarse su parada. Cuando finalmente llegó la nuestra, se despidieron con cariño y nos desearon una buena visita a la ciudad. Tantas amables atenciones disolvieron un poco mis ganas de matarlos.

Total que yo pensaba que iba para el norte, pero terminé conociendo el sur.