miércoles, 29 de febrero de 2012

Dedos fríos

Una persona que solo ha vivido en Caracas, cuando lee acerca de los embates del clima en otros países, simplemente no los entiende. Claro, uno se da cuenta de que antes no los entendía cuando por fin entiende. En una ciudad donde las temperaturas máximas oscilan entre 16 y 35°C, siendo la más común alrededor de 28 (diría yo), es común quejarse del calor, los zancudos y las constantes lluvias. Si me preguntan, yo siento que en Caracas la época de lluvia, calor y zancudos dura once meses, la de frío, lluvia y zancudos un mes. No me gusta el calor: en general, prefiero tener frío que calor. Prefiero arroparme que sudar, y prefiero vestirme que desvestirme. Y a los zancudos, los odio.

Sin embargo, habiendo llegado a un país de cuatro estaciones marcadas, me empiezo a dar cuenta de ciertas cosas que antes simplemente no sabía que existían. Europa me recibe además con un invierno que rompe record con las bajas temperaturas, y Roma me regaló una semana de nieve, cosa que es bastante extraordinaria, ya que aquí usualmente no nieva.

El problema del invierno, o más bien, del frío del invierno, se encuentra en los pequeños detalles.

Todo lo que uno toca está frío. Los muebles, los vasos, el teclado, el mouse. Tengo las manos frías desde diciembre, y tardan horas en calentarse. Pero enfriarse les toma unos minutos. Si me distraigo mucho tiempo trabajando en la computadora, aún con la calefacción prendida y abrigada como si estuviera en el Polo Norte, las manos igual se me congelan, y en ocasiones he tenido que parar porque un dedo se pone en huelga y se queda tieso. Lo mismo con los pies: hasta cuatro pares de media y mis pantuflas de Mario Bros, y nada. Nos compramos dos batamantas (http://bit.ly/zJz55T), a ver si ayudan con el caso, y confieso que... si... ayudan un poco. La piel se reseca, los labios se parten, hay que andar para todos lados con cremitas humectantes y chapstick, o enfrentar el riesgo de quebrarse como una culebra cambiando piel. 

Salir a la calle, así sea a comprar pan, es ir a una fiesta. Cuatro capas de ropa, sombrerito, guantes, botas, bufanda. Sin embargo, una vez en la calle, el movimiento hace que uno se caliente un poco, y nuestros largos paseos (amamos tanto la ciudad que en una noche podemos caminar 8 kilómetros simplemente viendo y conversando), hacen que se nos olvide el frío. Por nosotros, caminaríamos día y noche por todos lados. 

Cuando creíamos que ya hacía bastante frío, y que ya era como que suficiente, salió en las noticias que venía una onda helada proveniente de Siberia. Que era probable que nevara. Que la ciudadanía debía tomar las precauciones del caso. Unos días después, comenzó a soplar un viento muy fuerte, luego a llover incesantemente, y una noche, la lluvia se transformó en grandes trozos de escarcha (porque no se ve como los hermosos flakes que siempre nos muestran asociados con la navidad), que en pocas horas tapizaron las calles, árboles y carros de blanco. Es lindísimo y reconfortante, la verdad: al menos uno siente que todo ese frío sirve para algo. Cuando dejó de nevar y salió el sol, salimos a jugar con la nieve, a tomar fotos y a respirar aire fresco.

Varios días después, a pesar de que no nevó más, la nieve siguió ahí. Terca. Enfriando todo. Las calles en el día están todo el tiempo cubiertas de agua, encharcadas, y las aceras tienen la nieve tan compactada que se vuelve hielo y es muy fácil pegarse una caída monumental. En las noches, la capita de agua que corre por la calle se congela y se convierte en hielo, en el cual también el tortazo está escrito. Caminar por la calle ya no es tan agradable, porque constantemente caen pelotas de escarcha de los árboles, o simplemente gotean. Es como salir apenas acaba de terminar un palo de agua. Cuando finalmente la nieve comenzó a ceder, y la gente logró romper los bloques de hielo con punzones, volvió a nevar.

Sin embargo, y a favor del frío, desde que llegué a Roma solo he visto un zancudo. Medía más o menos tres centímetros de largo (y no estoy exagerando, tengo pruebas), y la idea de que semejante animal me tratara de chupar sangre me aterraba, así que me delicadamente, me quité mi pantufla de honguito y lo aplasté estrepitosamente contra la pared. El desastre que tuve que limpiar no fue normal.

La semana pasada se derritieron las últimas montañas de nieve sucia que quedaban por ahí. La temperatura oscila alrededor de 16°C en el día y 8°C en la noche. Después del último mes, prácticamente siento que me puedo ir a la playa.

Supongo que es verdad lo que dicen, y que el cuerpo se acostumbra a todo. Espero que sea lo mismo con el verano infernal que me tienen prometido.

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