lunes, 13 de octubre de 2008

El dedo en el ojo

Yo no se si son los agobiantes tiempos que sobrevivimos. O las elecciones. O el calentamiento global, o qué diablos. El hecho es que últimamente, he recibido una cantidad impresionante de justificaciones por parte de todos mis allegados. Las conversaciones siempre van más o menos de la siguiente manera: “mira y cuando es que te vas?” “bueno, a mediados del año que viene, no estoy segura”. Hace unos meses, esto era respondido con una mirada inquieta, que yo interpretaba de una de tres maneras, dependiendo de la persona: lúgubres presagios de tragedias en altamar, que me iba a extrañar mucho, o “ustedes si son excéntricos”.

Últimamente, la mirada inquieta se ha convertido en una mirada más bien asustadiza y esquiva, seguida por un montón de alegatos de índole personal. De pronto, recibo todo tipo de razones por las cuales los demás no están haciendo lo mismo que yo. No soy el tipo que trata de convencer a todo el mundo de que me sigan; de hecho, mi poder de convocatoria es más bien pobre. Reconozco que a algunos los martirizo con el tema de la emigración: a mi mamá, papá y hermana los tengo a monte, igual que a mis suegros. A un par de amigos cercanos también. De resto, no soy muy amiga ni de dar explicaciones ni de pedirlas. ¡El hecho es que me las dan!

Yo pienso que, por lo general, cuando una persona se está justificando (cuando nadie se lo pide), es porque se siente vulnerada. Necesita explicar que sus decisiones no están erradas, y que hacen las cosas de otra forma porque tienen razones muy válidas para eso. Yo mientras tanto escucho con atención, asintiendo. Como cuando uno va en un avión, y de pronto, sin que se lo pidamos, el piloto empieza a dar todo tipo de explicaciones: "Estimados pasajeros, estaremos volando a tal y cual altitud, giraremos en 28 grados para acá y luego daremos una vueltita más allá, y luego aterrizaremos con mucho cuidado a tal velocidad", y uno está atrás, comiendo maní y tomando una latica mínima de Coca Cola Light con UN solo hielo, un audífono colgando de una oreja, y pensando, como Seinfeld: “ok, tú haz lo que tengas que hacer, yo voy a seguir aquí atrás, con mis manicitos y mi vasito de refresco”.
Una parte inevitable de la conversación es la enumeración de los testimonios de la gente que le fue pésimo: Fulanito le está yendo malísimo, Sutanito se tuvo que regresar, Menganito se quedó sin un medio. Las historias de éxito nunca son mencionadas en estas ocasiones. Finalmente, empieza un largo interrogatorio con respecto a mi lugar de destino, que por lo general es hecho con la nariz arrugada y cara de asco. “¿Y, a dónde te quieres ir?” “a Madrid” “¿en serio? ¿y por qué no a Barcelona? ¿o a Sevilla? Me dicen que Nápoles es muy bonito! ¿En Australia no están buscando ingenieros?” A la pregunta de qué tienen contra Madrid, me contestan que con los ojos redondos y semi-vacunos que nada, pero que por qué no me voy a Londres. Estoy segura de que si dijera Miami o Sidney me contestaran que por qué no Madrid.

o.O

Hace poco, en el medio de la aparentemente inevitable conversación emigratoria, una chica que acabábamos de conocer nos dijo, con certeza absoluta: “Madrid es HORRIBLE para vivir”. Mi esposo le preguntó con una dulzura directamente proporcional a la mala intención: “¿En serio? ¿Y cuánto tiempo viviste allá?”. La chica tartamudeó: “bueno, yo nunca he vivido allá, pero un amigo mío que vivió allá dos meses me dijo que es igualita a Caracas...” “Oye, a mi en verdad no se me parece en nada… Pero tú has ido, ¿no?” “Bueno... no... nunca he ido a Europa”. En ese momento, tanto él como yo le dimos click en el botón “Ignorar” y seguimos conversando entre nosotros.

Mi interpretación particular del fenómeno es que poco a poco, la incertidumbre fatalista en la que vivimos se ha ido transformando en una terrible certeza. No sabemos nada de nada, pero estamos seguros de que lo que viene no es bueno.

Vivimos sumergidos en una terrible incertidumbre. No podemos contar con tener nuestro trabajo o nuestra empresa funcionando a 100% de operatividad el mes que viene. Si vamos a poder viajar el próximo año, si comprar o no comprar dólares, si habrá leche y carne en el supermercado. Si la cola me dejará llegar a mi destino, si me entregarán el carro que estoy esperando desde hace 15 meses. No sabemos si nuestros hijos recibirán la educación que queremos darles o la que el gobierno decida, o si mi casa seguirá siendo mía para siempre, o si la empresa en la que trabajamos o que poseemos será expropiada por el gobierno o tomada por el sindicato. No sabemos si tener bolívares, divisas, deudas o bienes. Los bolívares se evaporan con la inflación, la volatilidad de las divisas han hecho perder dinero a más de uno, las tasas de interés son preferencialmente altas pero solo a la hora de cobrarnos, y los bienes nos los roban o decomisan con la facilidad con la que se le quita un juguete a un niñito bobo. Ya ni siquiera sabemos si vamos a llegar vivos al domingo, porque el círculo de seguridad se está cerrando, amenazante, cada vez más sobre nosotros. Ya no es el amigo del amigo del amigo, ahora es "a mi amigo lo secuestraron, a mi amigo lo mataron".

En este hematoma de país, ya la gente ni siquiera está segura de su mesías personal: para algunos, las elecciones. Para otros, los estudiantes. O el golpe de estado de los militares. O el golpe de estado de la neo-bolivarquía. Ya los argumentos que intentan arrojar luz al final del túnel son esgrimidos sin mucha convicción.

Supongo entonces, que cuando le digo a la gente que el año que viene me convierto en miembro honorario de la familia imperial española, la mirada inquieta corresponde a un “¿será que yo también me debería ir?”